viernes, 19 de septiembre de 2025

Pedro Páez, un frustrado “Juan Latino jerezano”


    

   En nuestro libro Historias enmarañadas: Gonzalo de Padilla, Pedro Estupiñán Cabeza de Vaca y la cultura jerezana de su tiempo (2024), desvelamos al historiador jerezano Gonzalo de Padilla ejerciendo como catedrático de la Cátedra de Artes de Jerez a lo largo de la segunda década del siglo XVII. Este establecimiento docente era en lo que había quedado reducido el ambicioso proyecto escolar del Colegio de Santa Cruz, fundado hacia 1541 por San Juan de Ávila junto al Hospital de San Cristóbal, en la calle del Arrayán —actual calle Compás—, con destino a la formación del clero y a la preparación de los futuros universitarios.

    Profundizando en la historia de este colegio, nos tropezamos con la estrecha relación que mantuvo con la Universidad de Osuna. De una manera casi institucional, los catedráticos jerezanos enviaban a sus estudiantes a Osuna para que obtuvieran los grados o la titulación en Artes, es decir, los estudios que seguían a los de Gramática y Retórica latina y que eran imprescindibles para acceder a una facultad universitaria. Las Artes en el Colegio de Santa Cruz se leían en tres cursos anuales que comprendían la Filosofía o Filosofía Natural —reducida a los ocho libros de la Física de Aristóteles— y la Lógica o Dialéctica, también del mismo autor. Y, en efecto, sobre estas materias se examinaban los “artistas” jerezanos en Osuna para recibir el título de bachiller, licenciado o maestro en esta facultad. El grado de bachiller era el que mayoritariamente ansiaban obtener los alumnos de la Cátedra de Artes de Jerez.

    En 1572, tras haber logrado una amplia nómina de graduados en los años anteriores, el maestro Morón, catedrático por entonces del Colegio, solo envió a Osuna cuatro estudiantes, tres de ellos jerezanos. En esta nómina de aspirantes a graduarse como bachilleres en Artes se anotaba a un tal Pedro Páez, natural de Jerez.

    Nada hacía sospechar que a Pedro Páez, después de haber cursado los tres años de rigor bajo el magisterio del catedrático Morón, se le negaría ser “admitido al grado”. La causa de esta exclusión fue una circunstancia que difícilmente podía ocultarse a la vista de los rectores de la universidad: el “ser loro de color”. Es decir, su condición de mulato.



    Este episodio no es un dato meramente anecdótico. Al contrario, es interesante, pues apunta a que esta población étnica y de origen esclavo no sufrió una exclusión tan fuerte en nuestra ciudad como para que se les impidiera  acceder a una formación no solo básica, sino también media. Sin embargo, la realidad social del momento se impuso con toda crudeza. El férreo control para el ascenso social que suponían los “estatutos de limpieza de sangre” —que en aquellos momentos se estaban implantando en casi todos los ámbitos de la sociedad española, pese a la fuerte crítica de algunos intelectuales como fue el caso del dominico jerezano Agustín Salucio— cerró las puertas de la universidad a nuestro Pedro Páez. Sus anhelos de obtener los grados necesarios para alcanzar estudios mayores y universitarios, o para optar a alguna prebenda eclesiástica, se hicieron humo delante de sus ojos.



    Pero el caso del mulato Pedro Páez como estudiante de las escuelas jerezanas no habría sido el único; así lo demuestra la escritura que otorgó y firmó Juan Calvo, “de color negro”, en 1586. En ella se obligaba a pagar el resto del dinero que debía por la compra de su casa en la collación de San Salvador. Su firma, sin ser de gran soltura, demuestra un intento de escolarización.

    Nuestro Pedro Páez no tuvo la fortuna Juan de Sessa, más conocido por el sobrenombre de Juan Latino, el primer catedrático de universidad de raza negra, de contar como una sombra protectora a una de las principales casas nobiliarias de la España de la época que amparase su anhelos y talentos. 

      El final de esta historia, el rumbo que tomó la vida de Pedro Páez, quizá nos espera, paciente, dentro de esa selva de historias que son los archivos.

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