jueves, 27 de junio de 2013

EL YUGO DE LA POBREZA Y LA EDUCACIÓN


Cesare Ripa, Emblemas. "La Pobreza en el que tiene buen ingenio".

Vaya el revuelo que se ha formado en estos días con la última ocurrencia de nuestro ministro de Cultura, o será más bien de Incultura. En este país en la ruina, lo único bueno es que no nos aburrimos con cada noticia que nos ponen de desayuno o de almuerzo, un día si y otro también.  
La astracanada por entregas en que se está convirtiendo la reforma educativa del ministro Wert no deja de exasperar los ánimos del mundo educativo, de dar carnaza a adversarios políticos, de ofrecer en bandeja sensacionalistas titulares de prensa, y de llenar de ceros las cuentas corrientes de los analistas políticos de tertulias televisivas (estos sí que han encontrado un trabajo fijo gracias a la crisis, y dos y tres). Aparte, por su puesto, de llenar España de humo, de mucho humo que trastorne un poco al personal como si de abejas se trataran.

Tanta polvareda es más que comprensible; su idea de fomentar y premiar la excelencia del alumnado desterrando de los estudios universitarios a los hijos de la clases medias y bajas, tan damnificadas ya por esta crisis moral, más que económica, que estamos padeciendo parece de cámara oculta, como todo lo que está pasando en este país en los últimos tiempos.  

Si el sistema educativo español, ese manoseado juguete para nuestros políticos, ya era una pesada carga que relega a los estudiantes españoles a los más bajos puestos de niveles de competencias en el concierto de los países desarrollados, ahora tiene que hacer frente a las salidas de tono de este indeseable ministro. Wert está cavando la tumba de su reforma, el sabrá lo que hace. Mientras, el desastre educativo gestado desde hace décadas en nuestras aulas sigue adelante, al borde del precipicio.

Todo esta cuestión de las becas universitarias me ha recordado a la España del siglo XVII y al emblema de Cesare Ripa que ilustra la entrada. Un época también de crisis. Y en la que, también, todos los padres querían que sus hijos estudiasen latín y humanidades con única idea de hacer de ellos clérigos o letrados. Era una forma de dar lustre a la familia y para lograr las prebendas que estos oficios llevaban aparejadas. Los oficios eran desdeñados por ser considerados de gente baja. Una errada mentalidad, típicamente española, que aún hoy está vigente y que, en efecto, no tiene efectos positivos. Y, como hoy, tampoco había empleos (oficios civiles o beneficios eclesiásticos) para todos. Los estudiantes fracasados por no encontrar un puesto decoroso con sus títulos pasaban entonces a engrosar la listas de los ociosos y de los improductivos, pues muchos se resistían a ejercer otro oficio. 

Tanta vagancia suelta y tanto religioso que apelaba a su condición eclesiástica para no pechar, toco las grandes narices del Conde Duque de Olivares. El "atlante" don Gaspar asumió como propio el peso de un país improductivo, abandonado por sus naturales, en la ruina e hipotecado a los prestamistas genoveses. Un país inútil para continuar con sus guerras europeas; la mesiánica misión en el mundo de la monarquía hispánica a la que la Reputación de España no podía renunciar y que era la verdadera sangría del país. 

En 1623, la Junta Grande de Reformación, órgano presidido por el omnipresente Olivares, presentará una serie de propuestas al todavía díscolo Felipe IV. Entre ellas se encontraba la de reducir las cátedras de Gramática, ese estudio que era el salvoconducto para entrar en la carrera eclesiástica o para seguir los estudios en la universidad. Y es que el punto de mira se había puesto desde tiempo atrás sobre el estudio del Latín, al que se le achacaba como parte de las causas de la crisis económica que sufría Castilla en aquellos días, pero que había parido los más floridos ingenios de la Cultura universal.

La "infestación" de estudiantes había sido fruto de la moda de la época de fundar de cátedras en las que se impartían gratuitamente estos estudios. Aquello había de acabar. Y estaba claro quienes serían los perjudicados con esta prohibición: los menos pudientes. Los hijos de los artesanos o de la pequeña burguesía quedarían excluidos de estos estudios que había posibilitado su ascenso en la escala social, siempre y cuando hubiesen sorteado las pruebas de limpieza de sangre y de oficio. El orden social y económico, como quería el Conde-Duque y sus arbitristas, quedaría preservado. Y el rey podría seguir haciendo la guerra, mientras hacia el amor tras las bambalinas de la Corte.

En aquella época estamental esta acción se podía comprender e incluso se puede justificar, pero ¿hoy? Que cuatrocientos años después, algunos quieran volver al Antiguo Régimen, (el anterior a 1812), que la cuerda siga rompiéndose por el extremo más débil y que el pueblo continúe pagando los delitos de sus gobernantes, es una broma de malísimo gusto y de una desfachatez de libro. Condenable. Y peor aún, cuando no nos quedará el consuelo de un Cervantes, de un Quevedo, de un Góngora o de tantos otros estudiosos de las Letras Humanas; hoy, los buenos ya volaron a mejores lugares.









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