domingo, 27 de marzo de 2022

RÉQUIEM POR UN NOBLE JEREZANO, O LOS MINISTRILES SE VAN DE FUNERAL.

 

En aquella mañana del 9 de julio de 1590, el sol brillaba. Las paredes del esplendido palacio, iluminadas. Sus patios, preparados para celebrar el poder familiar bajo las estrelladas noches que se avecinaban. Todo hubiera sido perfecto. Pero los ojos de la fatídica Moira se habían puesto sobre la recién remodelada casa del mayorazgo de los Núñez Dávila. La rueda de la Fortuna había girado. Las alegres chanzonetas de los ministriles se tornaron en oficios de difuntos y responsorios. El veinticuatro Bartolomé Dávila Núñez partía para su morada, la definitiva, donde no habría cabida para vanidad alguna. La fría sepultura que los Dávila poseían en el Sagrario de la Colegial de San Salvador desde el Repartimiento de Jerez por Alfonso X le daba la bienvenida.




Llegada la hora de hacer las cuentas de los gastos tocantes al entierro, se anotará que “a la música de San Salvador que acompañó el cuerpo” se le pagó cuatro ducados, esto eran 44 reales que habrían de repartirse entre sus componentes.

Era algo inevitable que la asistencia a las honras fúnebres también se contase entre los servicios musicales extraordinarios que ayudaron a los ministriles a mantener, humildemente, a sus familias, completando los cortos sueldos contratados con el ayuntamiento y el cabildo colegial y las demás parroquias.

No se puede precisar si la capilla musical de la Colegial estuviera al completo en este ceremonial; si fueron los cantores únicamente, o si les acompañaron los ministriles. Posiblemente, estuviera presente al menos el bajón, instrumento que, por su registro grave, el más semejante a la voz humana, mejor se integraba dentro de los conjuntos vocales para enriquecerlos o completarlos.

Las distintas oraciones litúrgicas que cantaron o tañeron los músicos de la Colegial acompañando el cuerpo del difunto tuvieron su contrapunto en las voces de los Niños de la Doctrina. Los huérfanos portarían un cirio o hacha encendida, entonando esa “solfa” –quizás un Kirie o un Miserere– que se negara a pagar aquel rufián del poema de Quevedo. Dávila sí la pagó, aunque, lógicamente, como el rufián, tampoco pudiera escucharla; cuatro reales costó la limosna, los mismos cuatro reales de la limosna de la misa que se dijo en la Victoria. El ataúd costó trece. El acompañamiento de los clérigos, la misa cantada de cuerpo presente y el doble de las campanas por el sacristán, 180 reales.




Para ilustrar este fúnebre paisaje sonoro de una ciudad de Jerez que ya dejaba atrás su dorado siglo XVI, proponemos la audición del Kirie de la “Missa pro defunctis” (1582) del maestro de capilla de la Catedral de Sevilla Francisco Guerrero. Maestro con quien con mucha posibilidad tuvieron contacto los músicos jerezanos:

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